Setenta y Ocho

Los niños de piel de látex rasgueaban sus instrumentos con sus brazos de metal. Una vez melódicos, ahora sólo eran capaces de entonar dolor; el rechinar del vidrio y del alambre sobre el acero les acompañaba allá donde fueran, como un halo maldito de desolación. La falta de lubricante para sus extremidades actuaba de coro en un pandemonium de desesperación.

Las bocas desdentadas de los edificios exclamaban de terror a su paso, seguido por cientos de ojos negros, secos y vacíos. Nubes de cenizas se levantaban a su alrededor, amortiguando sus pisadas descalzas, arrastradas, lastimosas... Cadenas invisibles los retrasaban, entorpeciéndoles el paso.

Uñas de PVC raspaban lánguidamente hilos de nylon y cobre; dedos de goma tamborileaban al ritmo del vaivén de sus gordas cabezotas...

Recordaban inconscientemente cuando eran unos pocos; ahora eran Legión. Su llanto oxidado podía permanecer horas en las entrañas muertas de los edificios, días, con los ecos resonando en las cañerías y pasillos. Recordaban cuando sus voces llenaban de risa y alegría avenidas y campos, parques y subterráneos. Recordaban, y se lamentaban.

Y con su lamento hacían ver a todo lo demás algo que olvidaron hace mucho: que estuvieron vivos, y ya nunca más.




1 comentario:

Elena -sin h- dijo...

De pequeña no me gustaban todos esos nenucos (y sus múltiples variantes), al único que tuve le arranqué la cabeza :S

Supongo que siempre me han dado un poco de miedo aunque no sabría explicar bien porqué y, aunque ahora siga sin poder explicarlo con palabras, algo en tu historia ha hecho que se abriera un hueco de luz.