Ochenta y Cuatro

El polvo. El polvo se acumulaba, acolchando la superficie. Gráciles volutas brillaban y resplandecían al sol, antes de posarse es silencio, solemnemente.


Sus dedos dejaban surcos de luz,de madera reluciente en barniz. Horadaba la superficie del tiempo acumulado, olvidado, con una promesa.






Si no limpiaba esa suciedad, su alergia terminaría matándole.

Ochenta y Tres

Nuria B nunca había visto el mar. Creció pobre y sola en medio de la nada, del polvo, de las cenizas, de las hojas secas. Podía distinguir setenta y tres variedades de grises, y noventa y ocho de marrones; tres de verdes, y dos de azul. Nuria B quería ampliar su espectro cromático; necesitaba nuevas palabras para describir lo que veía, y necesitaba cosas nuevas que ver.

Nuria B caminó mucho tiempo, pasando sed, calor y hambre. Disfrutando de la compañía de aquellos que la recogían o acompañaban por el camino, reconfortados por sus palabras; sufriendo la compañía de aquellos que la recogían o acompañaban por el camino, siguendo el rastro de su olor.

Nuria B lloró mucho durante el camino; como aquella vez que dos chicos jóvenes y guapos la recogieron, trataron bien, dieron de comer y de beber, y luego, cuando la cabeza daba vueltas, la violaron entre los dos. ¿Te gusta, puta? Paga lo que hemos hecho por ti. O aquella otra en que se encontró un perro famélico en una cuneta, moviéndose apenas, con la lengua fuera, seca como un trozo de cuero viejo y los ojos comidos por moscas que bailaban al son macabro y repetitivo de sus alas.

Nuria B conoció a un hombre encantador; compartían destino. Caminaron durante días, los pies gastados, los cuerpos polvorientos y sudorosos; las caras sonrientes cuando se cruzaban sus miradas. El hombre trató a Nuria B con cariño, y respeto. Déjame que te ayude a pasar por aquí, le decía. ¿Estás cansada? Podemos parar, si quieres. Dormían abrazados, para darse calor en las noches frescas; siempre tenían frío por la noche.

Nuria B apareció un día, en una playa. La encontraron un padre y su hijo, las manos atadas, los ojos muy abiertos, la garganta cortada. Y surcos de lágrimas en las mejillas.

Ochenta y Dos

María sube a la azotea a regar las macetas, a buscar aire fresco y el olor de la tierra mojada; sólo huele a humo de tabaco rubio encerrado y a lejía. No queda recuerdo de su juventud; Proust, en su tumba, se revuelve por María.

Con la mirada perdida en las torres, allá a lo lejos -¡qué grandes son! suspira- intenta acordarse del Róber, del Chus, de la Ana y del Migue. De las tardes en la playa sin nada que hacer, de las salidas al monte, a beber vino malo y fumar porros que le daban tanta risa y le hacían sentir tan mal luego. ¿Qué fue de la Ana? ¿Por qué nadie se dio cuenta de que el Migue no estaba como para conducir aquella noche? Y el Chus ahora ni la saluda si se la cruza cuando vuelve del mercao...

Y el Róber... Si lo hubiera sabido. Se enciende un cigarro. Al menos tiene al Marco y a la Sonia. Aunque no le hacen caso, pero qué le vamos a hacer. Ella tampoco le hacía caso a sus padres a su edad; ya se darán cuenta de lo mucho que la quieren. Aunque tarden.

Aún es pronto. La gente ya está llegando al trabajo y hay menos coches en la calle, menos atascos, menos pitíos, menos frenazos, que la ponen nerviosa y le recuerdan al Migue dando trechas con el coche. El cigarro empieza a quemarle, las caladas nerviosas. Recoge el cubo, lo vacía por los desagues, para que no suban cucarachas, y lo vuelve a llenar. En el descansillo tiene el bote de lejía, lo abre, le echa al cubo, y rellena su aroma.

Ochenta y uno

Llevo un rato empujando al pingüino, pero sin dejar que se caiga. Supongo que es una metáfora, aunque en verdad no.

El pobre hace equilibrios patéticos sobre el hielo, y recuerdo tu risa cuando se caía. La risa que te provocaban las cosas absurdas.

Y yo llevo lo que me parece eterno agarrándome la vida por dentro, para evitar que salga, y se escape. Para que el equilibrio no se rompa, y caiga del hielo al mar, y todo se pierda, diluido.

Y me pregunto por qué caigo, si es por las mentiras, las traiciones o por intentar coger el pez que vuela sobre mí.

Pero caigo. Me aferro a la idea de que estoy a punto, de que puedo recobrar el equilibrio moviendo los brazos en un estúpido aleteo, de que en un momento dejaré de sentir los empujones que me acercan a la oscuridad del océano, que me agarraré con la punta de los dedos, que clavaré las uñas, que, una vez más, me salvaré.

Pero ya caigo. Estoy en el aire. No te oigo reir.

Sólo espero el
chof.



Ochenta

Preparados, listos, ¡ya!

-Te quiero...
-Ah, ¿sí? ¿Cuánto?
-¡Mucho!
-¿Cuánto es mucho?
-Un montón... como de aquí hasta mi cuarto.
-¿Sólo?
-Sí, pero yendo en el otro sentido. Dando toda la vuelta.

-Vaya, sí que me quieres.
-¿Y tú? ¿Me quieres?
-Claro que sí, gordo.
-¿Cuánto?
-Te quiero... ¡te quiero infinito!
-Vaya, no te andas con chiquitas, ¿eh? ¿No vas a querer galletas con el café?
-No, tómatelas, anda. Tu turno.
-Mmmm... ¿infinito más uno?
-Sigue siendo infinito, ya lo sabes. Pásame una servilleta, anda.
-Toma. Vale, ya lo tengo, desde menos hasta más infinito. Toda la recta, con todos los decimales y todo.
-Pues yo te queiro la Eternidad.
-Yo te quiero más, entonces.
-No hay nada mayor que la Eternidad.
-Claro que sí, la Eternidad es de aquí en adelante. Los números Reales son más. De hecho, añado los Irreales o Irracionales, también.
-No, la Eternidad es más. Aúna tiempos pasados y futuros, lugares e incluso dimensiones.
-Buenos días...
-'Nos días. Oye, ¿qué es más, el infinito con el conjunto de los números Reales e Irracionales, o la Eternidad?
-¿Cómo?
-Sí, ya sabes. ¿Qué es más? ¿Te quiero infinito o te quiero la Eternidad?
-No.
Portazo
-Buena respuesta...
-Sip... Yo te cuero infinito, oh, ma corasooon...
-¿Qué es eso?
-Los Clash.
-Si los Clash sonaran como tú, nadie habría tachado el London Calling de obra maestra.
-Ñiñiñiñi... Pues, ¿sabes? Yo te quieio en unidades de la escala espaciotemporal de Lovecraft.
-¿Qué dices?
-Sí, ya sabes: "No está muerto lo que puede yacer eternamente, y con los extraños evos aún la muerte puede morir..." Te quiero más alla del alcance de los Perros de Tíndalos.
-No me he enterado de nada, pero la eternidad es más; y terminate el café, que llegarás tarde.

Setenta y Nueve

Es curioso ver cómo las nubes son negras al amanecer, cuando el sol resplandece en oro por detrás, y los millares de hilos de luz que se filtran actúan como resortes de fe.

En mi caso siempre es una crisis de fe: te planteas si no va a ser cierto que exista un dios hermoso detrás de todo. Afortunadamente, luego vuelvo a pensar un poco y se me pasa.



Y sigo en el tren, que atraviesa asfalto y tierra con la misma facilidad; que penetra las entrañas de la urbe, o la corta por la mitad como cicatrices insalvables; que separa y une, devorando siempre el acero de sus vías, con sus muelas redondas, gastadas y chirriantes.



Setenta y Ocho

Los niños de piel de látex rasgueaban sus instrumentos con sus brazos de metal. Una vez melódicos, ahora sólo eran capaces de entonar dolor; el rechinar del vidrio y del alambre sobre el acero les acompañaba allá donde fueran, como un halo maldito de desolación. La falta de lubricante para sus extremidades actuaba de coro en un pandemonium de desesperación.

Las bocas desdentadas de los edificios exclamaban de terror a su paso, seguido por cientos de ojos negros, secos y vacíos. Nubes de cenizas se levantaban a su alrededor, amortiguando sus pisadas descalzas, arrastradas, lastimosas... Cadenas invisibles los retrasaban, entorpeciéndoles el paso.

Uñas de PVC raspaban lánguidamente hilos de nylon y cobre; dedos de goma tamborileaban al ritmo del vaivén de sus gordas cabezotas...

Recordaban inconscientemente cuando eran unos pocos; ahora eran Legión. Su llanto oxidado podía permanecer horas en las entrañas muertas de los edificios, días, con los ecos resonando en las cañerías y pasillos. Recordaban cuando sus voces llenaban de risa y alegría avenidas y campos, parques y subterráneos. Recordaban, y se lamentaban.

Y con su lamento hacían ver a todo lo demás algo que olvidaron hace mucho: que estuvieron vivos, y ya nunca más.




Setenta y Siete


Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Sus dedos crujieron como el papel al rodear con fuerza la piel gastada de la empuñadura. Pero es donde su mano debería estar. Todos los callos de su mano, las heridas y cicatrices, coincidían y se amoldaban a las curvas que producían las tiras de cuero.

La hoja estaba gastada, y algo sucia cerca de la guarda, quizá de algo de sangre seca que no limpiara bien la última vez, con las prisas. De todas formas, a pesar de las durezas que recubrían el pulgar, podía notar perfectamente el filo, y cómo este pretendía introducirse en la carne a través de la piel.

Volvió a dejar la daga en la funda de piel, y la envolvió con ella, con tristeza y solemnidad, como si amortajara una parte de sí.

Hacía años que había abandonado ese camino, para escribirse unas nuevas líneas, y salirse de lo que había planeado. Abrió el cajón, levantó el falso fondo, y escondió el paquete como si se tratara de un tesoro. Volvió a colocar la madera, como la tapa del ataud, y enterró el acero en la madera.

Hacía años que había abandonado ese camino, pero nunca había llegado a engañarse tan bien como a los demás. La sed de sangre le seguía consumiendo por dentro, como un fuego que nunca se había apagado. Encendió un cigarro, con las manos temblorosas. Se colocó el pelo con la mano, inentano peinar de alguna forma las canas que le caían sobre la frente.


Cigarrillo en mano, salió del garaje. En el jardín trasero le esperaban para soplar las velas su mujer, su hija, y el gilipollas de su yerno.