Setenta y Cinco

Vio un paisaje colosal. Atravesar las montañas por la garganta le había dejado sin aliento, tras pasos y pasos interminables sobre la piedra, entre la piedra y bajo la piedra; pero la visión que obtuvo al salir casi le mató. Desafiante, una cordillera de siete picos se alzaba ante él, y, a sus pies, se perdía un frondoso pubis esmeralda. Una neblina cubría todo el valle, dándole un aspecto mágico y siniestro. Se oía el ruido del agua al caer desde gran altura, y el canto hipnótico de pájaros desconocidos. Rayos de sol se filtraban de entre las nubes, creando unos dedos luminosos que descendían para prender las superficies que rozaban de luz y de calor.

El aire no le alcanzaba para respirar, de lo insignificante que se había vuelto; él, que hasta hace poco más de cuatro pasos se enorgullecía de su poder y capacidad, que se reía de su superioridad sobre todo aquello que le envolvía, se encontraba ahora completamente absorbido por el objeto de su desprecio.

El bastón le cayó al suelo, las manos temblorosas, y la cara en un rictus de ahogo y sorpresa, con la boca medioabierta, la lengua asomando y los ojos fuera de las órbitas. Sentía como un puño etéreo le atravesaba el pecho y le oprimía directamente el corazón, y otros le exprimían los pulmones, sacandole todo el aire.

Eructó. Alzó los brazos al cielo y emitió un grito desafiante que resonó por todo el valle e hizo aletear a numerosas aves. Recogió su bastón del suelo, y comenzó el descenso por los gastados y antiquísimos escalones de piedra. Nunca había cejado en su empeño, y no iba a ser ahora un gas el responsable de su fracaso.


Y menos estando ya tan cerca del final...

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