Treinta y ocho

El cielo nocturo se oscureció: parecía que la luna, tintada en sangre, absorbiera todo el brillo de la ciudad. Las farolas apenas daban un tenue haz de luz, que difícilmente llegaba a alumbrar el suelo.

Los perros callejeros empezaron a quejarse, inquietos, con un aullido lastimero interminable: los gatos, ariscos, se revolvían en sus callejones. Algo iba mal.

Primero surgió uno, que fue seguido por muchos. Tenían rostros de cera, uniformados, sin ningún rasgo que los diferenciara o te hicieran sospechar que eran humanos: sólo dos aberturas negras y redondas, a modo de ojos vacíos, y una hendidura donde debiera estar la boca. La piel era pálida, pegajosa y suave al tacto, maleable. Los que iban descalzos dejaban tras de sí un rastro brillante de piel, limada contra el asfalto.

Se dirigían todos a un mismo lugar, respondiendo a algún tipo de llamada inaudible, con movimientos lentos y mecánicos, pero perfectamente coordinados. En silencio, avanzaban, y la oscuridad parecía acrecentarse con cada paso, en contraste con su piel blanquecina.

Cuando se reunieron todos en el mismo punto, empezaron a empujarse, de forma lenta y continuada. La piel de cera, blanda, empezó a ceder a la presión, fundiéndose unos con otros. Manos, piernas, brazos, torsos y caras se insertababan unos en otros, aplastándose; la multitud se confundía en una masa viscosa, blanquecina y susurrante. Poco a poco, empezó a ser imposible distinguirlos individualmente, hasta que todos se fusionaron en un gran charco, que seguía contrayéndose más y más.

La tensión fue demasiada, y terminó reventando. Todo alrededor fue salpicado y manchado por la masa viscosa, y allí donde se quedó, empezaron a brotar flores. Poco a poco, toda la ciudad se vio convertida en un
gigantesco jardín multicolor .

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