Ochenta y Dos

María sube a la azotea a regar las macetas, a buscar aire fresco y el olor de la tierra mojada; sólo huele a humo de tabaco rubio encerrado y a lejía. No queda recuerdo de su juventud; Proust, en su tumba, se revuelve por María.

Con la mirada perdida en las torres, allá a lo lejos -¡qué grandes son! suspira- intenta acordarse del Róber, del Chus, de la Ana y del Migue. De las tardes en la playa sin nada que hacer, de las salidas al monte, a beber vino malo y fumar porros que le daban tanta risa y le hacían sentir tan mal luego. ¿Qué fue de la Ana? ¿Por qué nadie se dio cuenta de que el Migue no estaba como para conducir aquella noche? Y el Chus ahora ni la saluda si se la cruza cuando vuelve del mercao...

Y el Róber... Si lo hubiera sabido. Se enciende un cigarro. Al menos tiene al Marco y a la Sonia. Aunque no le hacen caso, pero qué le vamos a hacer. Ella tampoco le hacía caso a sus padres a su edad; ya se darán cuenta de lo mucho que la quieren. Aunque tarden.

Aún es pronto. La gente ya está llegando al trabajo y hay menos coches en la calle, menos atascos, menos pitíos, menos frenazos, que la ponen nerviosa y le recuerdan al Migue dando trechas con el coche. El cigarro empieza a quemarle, las caladas nerviosas. Recoge el cubo, lo vacía por los desagues, para que no suban cucarachas, y lo vuelve a llenar. En el descansillo tiene el bote de lejía, lo abre, le echa al cubo, y rellena su aroma.

1 comentario:

LoOla dijo...

No siempre recordamso como querríamso el pasado recordar...

Besos brujos de niña mala rubia.