Le llevaban atado de pies y manos; los pies algo más holgados, para que pudiera arrastrarse por sí mismo. Las cadenas que unían las esposas tintineaban al compás de sus traspiés. El polvo que levantaba sus pasos se le metía por la nariz, y le impedía respirar.
El sol brillaba ahí arriba, abrasándole. Gotas de sudor se deslizaban por los largos mechones sin arreglar, embrarrándose con el polvo, y salpicándole los ojos. La garganta empezaba a tener la consistencia de una tabla, y cada vez que tragaba mil astillas le perforaban las cuerdas vocales.
Se preguntaba a dónde le conducían. Iba él sólo, pero estaba seguro de que no era por decisión propia; nunca se habría cargado con cadenas de esa forma, y seguro que había una ruta mejor que el infierno de arena, piedra y polvo por el que ahora pasaba.
Pensaba en el mar, cuando era niño y se extendía eterno y azul. Pensaba en las tardes de otoño, en el acantilado, cuando el soy ya se ha puesto pero todavía queda claridad, y el ambiente es gris y azul. Pensaba en las ganas que tenía de saltar desde las rocas y entrar en el infinito.
3 comentarios:
Para él, como para tantos, el mar se hacía libertad en su calvario.
Y quién no quiere ser verdiazul y estar ribeteado de blanco, y tener una fuerza infinita. Y además ser inestable (por naturaleza), e ir y volver, ir y volver...
Tu texto me ha dado ganas de correr a abrazar alguna ola y enterrar los pies en la arena, pero el mar está lejos... aunque no por eso soy menos libre.
Un abrazo desencadenado.
Lo mejor, cuando estás atado de pies y manos, es pensar que existe una salida, una vuelta a esa infancia feliz, un futuro esperando descalzo y sigilosos. Lo mejor, cuando estás muriendo, es desear con todas tus fuerzas seguir con vida.
Qué bonito.
Un beso con salitre.
¿A quien no le atrae el abismo de lenguas húmedas y sal? Y más en condena...
Un saludo.
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